LA BELLE ÉPOQUE TAMBIÉN SE ESCRIBIÓ EN INGLÉS
Por: Pilar Bolivar, redactora revista INFASHION
La sastrería no siempre ha sido merced italiana. A comienzos del siglo XX, los ingleses marcaron la pauta en la elaboración del llamado tailleur (traje de chaqueta) y, a pesar de las diferencias existentes entre los anglosajones y los franceses, se pudo realizar un intercambio de saberes entre ambas naciones.
Así como Mayfair (el barrio ubicado en el distrito de Westminster, en el que se encuentra la calle más lujosa de Londres, como es Bond Street) les abrió espacio a las boutiques de los costureros franceses más reconocidos como Poiret, Chanel ¾quien entonces comenzó a colarse en los guardarropas de las actrices más apetecidas¾ y Paquin (la primera casa de moda dirigida por una mujer, que fue innovadora en la publicidad, en el establecimiento de alianzas con socios extranjeros y en el desarrollo de trabajos al lado de arquitectos como Louis Süe y de dibujantes como León BaKst y Paul Iribe), París recibió a Lucile, Molyneux, Creed y Redfern, cada uno de ellos, con sus abonos a la revolución del look femenino y a la evolución del masculino.
LOS MÁS SONADOS
Lucile (Lady Duff Gordon) fue reconocida por sus pintorescos vestidos de tonos pasteles para tomar el té, elaborados por ella desde 1891 cuando abrió su casa de moda en Londres. En 1900, tras su matrimonio con Sir Cosmo Duff Gordon, sus puntadas fueron catapultadas hacia las más exquisitas damas de las sociedades estadounidense (en 1909 abrió una sucursal en Nueva York y dos años más tarde, en Chicago) y parisina (en 1911, Lucile conquistó a este mercado). Sus tea gowns eran cortados en materiales livianos como la seda, el encaje, la gasa o el tafetán, que le permitieron lograr siluetas tan etéreas como elegantes (inclusive, fueron las materias primas para la elaboración de corsés, haciéndolos más livianos), altamente difundidas entre la realeza y las divas del momento, como la actriz francesa Sarah Bernhardt, y la bailarina neoyorkina Irene Castle.
Al igual que su coterráneo Worth, Lucile organizaba desfiles para sus clientas; de Poiret, retomó el motor de la innovación, al crear una prenda que se salía de los estrictos cánones de vestuario de la época; se trató de una falda drapeada que revelaba las piernas.
Por su parte, Edward Molyneux se convirtió en uno de los ingleses imprescindibles de la realeza y de las estrellas de cine, gracias a su refinado gusto basado en la pureza de las líneas y en la limpieza de los cortes. Entrenado bajo el patrón y el tacto de Lucile, abrió su atelier en parís en 1919, teniendo a Marina, la duquesa griega de Kent, como una de sus clientas más reputadas. El romanticismo de sus diseños, nostálgicos por el estilo imperio impuesto por la emperatriz Josefina en la época del Primer Imperio (1804-15), caracterizado por un vestido de corte debajo del busto, escote cuadrado, mangas cortas y abullonadas, enriquecido con majestuosos bordados y complementado con una estola que rozaba el piso y un par de guantes hasta los codos también sedujeron a las actrices Greta Garbo, Vivien Leigh, Margaret Leighton y Gertrude Lawrence y lo hicieron uno de los preferidos de Christian Dior y de Pierre Balmain.
Mientras tanto, Charles Creed, el miembro de una legendaria familia de sastres reconocidos por la elaboración de sus tweeds (establecieron su boutique en Londres en 1710; luego, en 1850, en París y en 1890 lanzaron su línea de costuras femeninas), empezó a abrirse paso en el mercado parisino; no obstante su auge en la capital francesa fue en la posguerra gracias a su combinación de detalles de la Bella Época (por ejemplo, los botones y la presencia de sombreros que le dieron los aires extravagantes al estilo de comienzos del siglo XX) con los toques militares y masculinos (chaquetas de hombros amplios y vastas solapas sobre faldas rectas y largas) que invadieron al closet femenino luego del primer combate mundial.
Y, hacia 1881, John Redfern, montó su atelier en su natal Londres en donde elaboraba vestidos de seda pilsada con una capa corta y una blusa de encaje y con cuello alto; sus diseños impusieron la llamada silueta en forma de “S”, compuesta por un canesú amplio sobre una delgada y constreñida cintura, falda recta en la parte delantera y en la parte de atrás plisada y con material extra logrando fluidez y volumen en la cadera (apoyada en el polisón, una almohadilla de unos dos kilos de peso que sucedió a la crinolina, disminuyendo sus dimensiones a los costados y en la parte delantera, pero conservando abultada la parte trasera) y estilizando la parte media del cuerpo.
La casa Charles Poynter Redfern fue la más brillante firma inglesa en París, gracias a su equilibrio entre la inmaculada sastrería anglosajona y el “chic parisino” que fue evidente en su gran creación, como fue el sastre femenino tomado del tailleur masculino y consistente en dos piezas, una falda y una chaqueta corta sobre una blusa, lo que empezó a simplificar la vida de las mujeres, siendo el atuendo it para los viajes de las elegantes damas. Por su practicidad, la princesa de Gales fue la pionera en hacer de este diseño su traje oficial para el día.
ADEMÁS…
La Bella Época no solo fue importante para la moda por la incursión de Londres en París; también porque en este período se empezó a diferenciar entre costura y confección. No obstante ya se contaba con la máquina de coser de Barthélémy Thimonnier, hubo que esperar hasta 1943 para que la mecanización revolucionaria al antagonismo que cohabitaba en los ateliers; sin embargo, en 1910 la costura se declaró profesión autónoma, dejando a un lado a la confección (basada en la mecanización de los procesos).
Ello generó la división de los dos campos. Mientras la costura se dirigió a las privilegiadas y se basó en el lujo y en el tacto o savoir- faire (lo que impedía que la creatividad se plasmara de manera instantánea), la confección tuvo como finalidad satisfacer a cualquier mujer que, sin ser necesariamente miembro de las clases bajas de la sociedad, está incluida en un mercado más amplio y más dinámico.
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